Aunque llevaban varios kilómetros con las palas al hombro, Argemiro y Sixto no dejaban de caminar. En medio de la oscuridad, apenas podían distinguir sus propias siluetas y el silencio se cortaba solo cuando Argemiro empezaba a hablar.
—La dejé sola, ¿me entiende? Sola…
—No, don Argemiro, usté hizo lo que pudo, pero esas cosas pasan. Mire no más lo que le pasó a la hija de los Sánchez, que la agarró la peste después de un viaje. Y bien joven que sí era… Es que cuando a uno le llega la hora, le llega la hora.
—Sí, pero la pude haber cuidado mejor, le pude haber pagado un mejor médico o algo con lo que tenía por ahí guardado.
—Pero don Argemiro, ¿de pronto usté pensó que se iba a mejorar, no? Entonces, pues por eso mismo no se afanó ni na. Además usté de sepulturero no gana mucho, eso todo el mundo lo sabe.
Argemiro encogió los hombros y volvió a guardar silencio. Así caminaron otra media hora y, aunque ya estaban muy lejos del pueblo, Argemiro volteaba la cabeza de tanto en tanto. Luego se pasaba el brazo por el rostro, como limpiándose el sudor, pero Sixto sabía que eran lágrimas.
—A veces pienso en todo ese tiempo que duró enferma, si ella veía mi esfuerzo por salvarla, ¿me entiende?
—Sí don Argemiro, pero de todas maneras…
—¿Qué habrá sentido cuando se murió? El médico le encontró un moretón en la parte baja de la espalda, por eso supo que había muerto asfixiada —dijo con la voz entrecortada. Se pasó el brazo por el rostro una vez más.
—No sé, don Argemiro. Pero vea, piénselo mejor, mire que todavía nos podemos devolver…
Avanzaron otro poco y luego Argemiro se detuvo. Echó un vistazo alrededor y luego señaló un punto fuera del sendero.
—Yo creo que por allá está bien.
Sixto le siguió el paso hasta que se alejaron unos cien metros del sendero. Argemiro clavó la pala en el suelo, se arrodilló y empezó a llorar entre maldiciones. Maldijo la tierra, se maldijo a sí mismo, a su esposa, a su ausencia y la mala hora en que la encontró. Pasaron varios minutos así hasta que se levantó en silencio y empezó a cavar.
—Ayúdeme Sixto que se tiene que devolver antes de que amanezca. No es bueno que lo vean regresando solo al pueblo.
—Sí, señor.
—Ah, mire, casi se me olvida. Es todo lo que tengo, guárdelo o cómprese algún animal que eso le da leche y bien criado le deja un buen dinero.
—Don Argemiro… la verdad es que no me lo esperaba… Es mucho…
—Cállese y siga cavando.
La luz de un rancho se encendió al fondo del paraje. Estaba lejos, pero Sixto no pudo evitar detenerse.
—Siga cavando Sixto, por eso no se preocupe que por acá nadie nos ve, ni nada. Ya se apagó. Eso era por ahí un capataz que se levantó por agua o alguna vaina.
Cuando la fosa estuvo lo suficientemente honda, Argemiro arrojó la pala y se acostó adentro con la vista hacia las estrellas. Su rostro se arrugó y empezó a llorar en silencio. Sixto apenas distinguía su silueta desde arriba.
—Ya está, gracias Sixto. Empiece a echar tierra y no le diga a nadie lo que pasó.
*Relato publicado originalmente en Literup como reto del mes de abril de 2017.