La mañana de ese domingo, Javier se levantó más temprano que de costumbre. Recostado sobre el marco de la puerta, observaba a Helena mientras dormía, desnuda y vencida por el bochorno de aquel verano. Llevaba casi media hora cuando empezó a darse vueltas en la cama, bostezó un par de veces y luego se estiró hasta cubrir casi por completo la extensión de la cama. Suspiró todavía con los ojos cerrados y cuando los abrió se quedó con la mirada fija en el rostro Javier durante varios minutos. Luego se levantó y elevó la persiana.
—El día está al revés. La ciudad está al revés. Todo el mundo está al revés.
Luego miró a su alrededor y empezó a voltearlo todo lo que podía en el pequeño apartamento: las sillas, el portarretratos, una pequeña porcelana aquí y un maletín por allá. Aquel par de zapatos también. Se vistió también al revés, con las bragas en la cabeza, las mangas de la blusa en los tobillos y las botas de un jean viejo en sus brazos. Después regresó a la ventana y ahí se quedó media hora, hasta que sintió las manos de Javier sobre sus hombros. Entonces dijo: “Todo está al revés”. Comenzó a ladear la cabeza, luego el cuerpo y se agachó hasta apoyar las manos sobre el piso y terminó patas arriba. Con la mirada fija en la esquina del piso, que era lo único que podía ver, y la sangre bajándole a la cabeza dijo: “Así está mejor”.
Los primeros días del incidente, Javier se iba detrás de Helena poniendo todo en su sitio y la rodeaba con su brazos cuando se paraba de cabeza, pero después de un tiempo se limitó a sentarse en el borde de la cama y le permitía su acrobacia con la esperanza de que algún día se diera un golpe y se recompusiera, porque no hubo medicamento, ni psicólogo, ni cura, ni yerbatero, ni rezo que diera con su locura o su explicación.
La tarde de ese domingo, Javier terminó de preparar su maleta de viaje y en la otra guardó la ropa de Helena. La vistió lo mejor que pudo y la contempló en silencio mientras comían, mientras iban en el taxi rumbo a la iglesia, cuando la dejó en las escalinatas y cuando su figura se iba haciendo cada vez más pequeña a medida que se alejaba en otro taxi hacia el aeropuerto.
Cuando bajó del avión, el frio le golpeó el rostro. Javier había olvidado que entre una ciudad y la otra se pasaba de verano a invierno, y que por la diferencia horaria no era la madrugada del lunes, sino que seguía siendo domingo en la tarde. Recorrió la ciudad hasta encontrar un pequeño hostal y no reparó en la mueca que hizo la recepcionista del hotel cuando la saludó con un “Buenos días”. Subió a su habitación, descargó la maleta y se cubrió con todo lo que pudo hasta que se quedó dormido.
Al día siguiente, o ese mismo día, un lunes en la tarde o en la mañana, abrió sus ojos y lo primero que vio fue la pared de la habitación. Dio un bostezo, estiró su cuerpo y se levantó. Frente a la ventana se quedó media hora viendo la nieve que se juntaba en los postes, tejados, andenes y balcones.
—Todo está al revés. La ciudad está al revés. El día está al revés.
Buscó su maleta, se vistió con su ropa de verano y salió a la calle.
*Relato publicado en la colección Bogotá Cuenta – Entre calles y letras – IDARTES, 2018
https://www.idartes.gov.co/es/publicaciones/bogota-cuenta-entre-calles-letras